Hay que romper la intermediación política del estado, volver a la relación directa entre nosotros y nuestros iguales, recuperando los espacios en que el estado nos remplaza, construyendo formas prácticas que solucionen las necesidades que han sido utilizadas por el aparato burocrático para justificar su existencia.
Buena parte de esta relación directa tampoco es algo nuevo, por el contrario es una de las dinámicas más cotidianas que tenemos con las personas que compartimos diferentes espacios. En la práctica generamos pactos de convivencia, comportamiento y solidaridad con nuestros allegados: las relaciones de pareja, por ejemplo, aunque existan espacios de imposición o resistencia también pactamos para compartir y construir; la amistad es un pacto de encuentros alegres, apuestas de afinidades en convergencia y hasta espacios de simple pacto para el silencio o la melancolía. Así podría seguir recordando las relaciones en la familia, con los colegas de hobbies, etc...
La pregunta es: ya que con ellos podemos pactar en lo cotidiano para nuestros juegos, amores y silencios ¿porqué no podemos también pactar con ellos para solucionar problemas de justicia, servicios y obras públicos, distribución de los excedentes sociales y demás? La respuesta a esta pregunta es clara: podemos hacerlo si lo queremos, si decidimos retomar el control de las decisiones de lo colectivo acabando con la cesión de nuestra voluntad a representantes que lo hagan por nosotros.
La anarquía es precisamente eso: terminar con la intermediación en la toma de las decisiones personales, no solo de aquellas que afectan a nuestro entorno inmediato, sino de todas las decisiones que nos involucran en la realidad social. Es acabar con los políticos profesionales y con los administradores públicos de carrera, asumiendo que cada uno de los que vivimos somos políticos y administradores sin que nos sea necesario pertenecer a un partido político o tener un diploma de alguna universidad.
El estado es una realidad histórica, creado por hombres de carne y hueso con necesidades e intereses específicos. Ningún estado ha sido una creación colectiva, todos han sido resultado de la monopolización de las decisiones sociales por unos pocos. Y para justificarse nos han hecho creer que son una organización natural en el desarrollo de la humanidad, en donde es una parte de la población, la sociedad política, la que debe decidir por el resto de la población, la sociedad civil. Esa mentira, justificada en la ilusión que solo unos pocos tienen la inteligencia, capacidad o moral para decidir qué debemos hacer el resto, fue impuesta sobre las mayorías con una combinación de fuerza y disuasión que crearon las condiciones para garantizar que el estado se extendiera controlando hasta las partes más intimas de nuestra realidad.
Precisamente ese control y esa burocracia es la que los anarquistas consideramos innecesarias, no solo porque no queremos más la barbarie y sadismo con el que se ha logrado mantener, sino porque no es indispensable tal desproporcionado aparato para llegar a consensos con nuestros iguales sobre lo que más nos interesa y necesitamos.
Es hora de pensar nuevas y viejas estrategias de gestión de lo público precisamente reconociendo las capacidades que tenemos de relacionarnos con el resto. Para arreglar los problemas de nuestras comunidades no necesitamos de intermediarios, tan solo de la voluntad y la paciencia para apostarle a escuchar y hablar, aceptando que no todos tenemos que estar de acuerdo con todo, y no hay por qué forzar el acuerdo, pero que aun así hay puntos en lo que podemos llegar a algunos acuerdos.
Frente a estas reflexiones no falta quien se atreva a decir, inocentemente y sin darle posibilidad a la novedad, que no podemos vivir sin un tercero que funcione como árbitro, y que para garantizar que no nos matemos unos a otros es necesario alguien que provea de seguridad a la comunidad. Lo más interesante de todo es que solo esas dudas están dadas por la interiorización que nos han hecho hasta el momento de la supuesta necesidad de una autoridad que nos controle para que vivamos de forma ordenada. Pero ese policía que todos llevamos dentro lo que realmente quiere es mantenernos adictos a la subordinación de un orden social que no colaboramos en decidir.
En cuanto al tercero como árbitro, es necesario que nuevamente volvamos a nuestras realidades cotidianas. En las relaciones de pareja o de amistad cuando hay alguna diferencia normalmente la solución se da partiendo de la discusión de las partes tratando de llegar a acuerdos. Cuando se dan cuenta que no se puede llegar a acuerdos se toma la decisión de terminar la relación o de buscar concejos con otros amigos. Pero si algunos amigos entran a aconsejar, nunca sus puntos de vista son dados como una imposición, sino como una interpretación alterna que puede o no tomarse en cuenta. La decisión al final solo la toman los involucrados.
Claro, es posible que muchos salten al leer lo anteriormente escrito y digan que existen casos de robo, violaciones y demás que no son tan simples de solucionar entre los involucrados. Y más razón no podrían tener. Pero también debo recordar que en cuanto a la criminalidad social no es de olvidarse que son precisamente las relaciones de dominación estatal, de explotación y acumulación capitalista, de machismo insensato, de totalitarismos culturales y demás, las causas que dan origen a buena parte de estos actos sociales. Cambiar estos ejercicios autoritarios nos permitirán reducir sustancialmente la criminalidad.
Aun así, en una sociedad libertaria es inevitable que habrán disputas y diferencias que se dirimirán apelando a la justicia de la situación, y para este momento si con la aceptación de consensos y disensos no es suficiente, habrá de pensar en otras prácticas de solución de conflictos que no impliquen ni la utilización de la violencia física, ni la negación de la individualidad. Seguramente deberemos afrontar la realidad que algunas personas no puedan ni quieran vivir en comunidad, y para ellos solo se les debe dar el respeto y la solidaridad, siempre garantizando que no vulneren los pactos realizados por otros.
Ahora, en cuanto a la seguridad de la comunidad no podemos más que reconocer que somos nosotros mismos los que debemos garantizarla. Cualquiera que se tome el derecho o la responsabilidad de hacerlo sólo podrá caer en la tentación de utilizar la fuerza para dominar al resto, y esa posibilidad no la podemos permitir. El ejercicio de la fuerza no puede ser monopolio de nadie, y el ejercicio de esta debe ser de responsabilidad y uso de todos y cada uno. Los ejércitos ni las policías son necesarios cuando todos podemos proveernos de la seguridad de forma colectiva, siempre dejando como principio que la utilización de la fuerza solo debe ser un ejercicio de autodefensa, que en la medida de las posibilidades no debe ser avocado.
Volver a la comunidad, la mejor forma de acabar con el estado.
Buena parte de esta relación directa tampoco es algo nuevo, por el contrario es una de las dinámicas más cotidianas que tenemos con las personas que compartimos diferentes espacios. En la práctica generamos pactos de convivencia, comportamiento y solidaridad con nuestros allegados: las relaciones de pareja, por ejemplo, aunque existan espacios de imposición o resistencia también pactamos para compartir y construir; la amistad es un pacto de encuentros alegres, apuestas de afinidades en convergencia y hasta espacios de simple pacto para el silencio o la melancolía. Así podría seguir recordando las relaciones en la familia, con los colegas de hobbies, etc...
La pregunta es: ya que con ellos podemos pactar en lo cotidiano para nuestros juegos, amores y silencios ¿porqué no podemos también pactar con ellos para solucionar problemas de justicia, servicios y obras públicos, distribución de los excedentes sociales y demás? La respuesta a esta pregunta es clara: podemos hacerlo si lo queremos, si decidimos retomar el control de las decisiones de lo colectivo acabando con la cesión de nuestra voluntad a representantes que lo hagan por nosotros.
La anarquía es precisamente eso: terminar con la intermediación en la toma de las decisiones personales, no solo de aquellas que afectan a nuestro entorno inmediato, sino de todas las decisiones que nos involucran en la realidad social. Es acabar con los políticos profesionales y con los administradores públicos de carrera, asumiendo que cada uno de los que vivimos somos políticos y administradores sin que nos sea necesario pertenecer a un partido político o tener un diploma de alguna universidad.
El estado es una realidad histórica, creado por hombres de carne y hueso con necesidades e intereses específicos. Ningún estado ha sido una creación colectiva, todos han sido resultado de la monopolización de las decisiones sociales por unos pocos. Y para justificarse nos han hecho creer que son una organización natural en el desarrollo de la humanidad, en donde es una parte de la población, la sociedad política, la que debe decidir por el resto de la población, la sociedad civil. Esa mentira, justificada en la ilusión que solo unos pocos tienen la inteligencia, capacidad o moral para decidir qué debemos hacer el resto, fue impuesta sobre las mayorías con una combinación de fuerza y disuasión que crearon las condiciones para garantizar que el estado se extendiera controlando hasta las partes más intimas de nuestra realidad.
Precisamente ese control y esa burocracia es la que los anarquistas consideramos innecesarias, no solo porque no queremos más la barbarie y sadismo con el que se ha logrado mantener, sino porque no es indispensable tal desproporcionado aparato para llegar a consensos con nuestros iguales sobre lo que más nos interesa y necesitamos.
Es hora de pensar nuevas y viejas estrategias de gestión de lo público precisamente reconociendo las capacidades que tenemos de relacionarnos con el resto. Para arreglar los problemas de nuestras comunidades no necesitamos de intermediarios, tan solo de la voluntad y la paciencia para apostarle a escuchar y hablar, aceptando que no todos tenemos que estar de acuerdo con todo, y no hay por qué forzar el acuerdo, pero que aun así hay puntos en lo que podemos llegar a algunos acuerdos.
Frente a estas reflexiones no falta quien se atreva a decir, inocentemente y sin darle posibilidad a la novedad, que no podemos vivir sin un tercero que funcione como árbitro, y que para garantizar que no nos matemos unos a otros es necesario alguien que provea de seguridad a la comunidad. Lo más interesante de todo es que solo esas dudas están dadas por la interiorización que nos han hecho hasta el momento de la supuesta necesidad de una autoridad que nos controle para que vivamos de forma ordenada. Pero ese policía que todos llevamos dentro lo que realmente quiere es mantenernos adictos a la subordinación de un orden social que no colaboramos en decidir.
En cuanto al tercero como árbitro, es necesario que nuevamente volvamos a nuestras realidades cotidianas. En las relaciones de pareja o de amistad cuando hay alguna diferencia normalmente la solución se da partiendo de la discusión de las partes tratando de llegar a acuerdos. Cuando se dan cuenta que no se puede llegar a acuerdos se toma la decisión de terminar la relación o de buscar concejos con otros amigos. Pero si algunos amigos entran a aconsejar, nunca sus puntos de vista son dados como una imposición, sino como una interpretación alterna que puede o no tomarse en cuenta. La decisión al final solo la toman los involucrados.
Claro, es posible que muchos salten al leer lo anteriormente escrito y digan que existen casos de robo, violaciones y demás que no son tan simples de solucionar entre los involucrados. Y más razón no podrían tener. Pero también debo recordar que en cuanto a la criminalidad social no es de olvidarse que son precisamente las relaciones de dominación estatal, de explotación y acumulación capitalista, de machismo insensato, de totalitarismos culturales y demás, las causas que dan origen a buena parte de estos actos sociales. Cambiar estos ejercicios autoritarios nos permitirán reducir sustancialmente la criminalidad.
Aun así, en una sociedad libertaria es inevitable que habrán disputas y diferencias que se dirimirán apelando a la justicia de la situación, y para este momento si con la aceptación de consensos y disensos no es suficiente, habrá de pensar en otras prácticas de solución de conflictos que no impliquen ni la utilización de la violencia física, ni la negación de la individualidad. Seguramente deberemos afrontar la realidad que algunas personas no puedan ni quieran vivir en comunidad, y para ellos solo se les debe dar el respeto y la solidaridad, siempre garantizando que no vulneren los pactos realizados por otros.
Ahora, en cuanto a la seguridad de la comunidad no podemos más que reconocer que somos nosotros mismos los que debemos garantizarla. Cualquiera que se tome el derecho o la responsabilidad de hacerlo sólo podrá caer en la tentación de utilizar la fuerza para dominar al resto, y esa posibilidad no la podemos permitir. El ejercicio de la fuerza no puede ser monopolio de nadie, y el ejercicio de esta debe ser de responsabilidad y uso de todos y cada uno. Los ejércitos ni las policías son necesarios cuando todos podemos proveernos de la seguridad de forma colectiva, siempre dejando como principio que la utilización de la fuerza solo debe ser un ejercicio de autodefensa, que en la medida de las posibilidades no debe ser avocado.
Volver a la comunidad, la mejor forma de acabar con el estado.
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